El cuerpo se sienta,
tose,
cruza las piernas y se tuerce,
de costado,
inclina la enorme cabeza de cera
ablandada,
rodeada de aguijones de infancia.
Sus labios cuelgan amoratados
por el llanto.
Se mira los pies,
este cuerpo,
se mira esos pies largos,
que nada dicen,
pero sobreviven a su reino de tinieblas.
Alza la quijada y sonríe
como un trapecista ebrio
frente a un miembro de la Policía Secreta.
Entonces vomita una cabeza de pez
erizada
que muerde el centro de la vida,
se enrosca,
hunde sus codos en la soledad
y con un golpe de espinazo
se encarama al ángel que lo habita.
Larva detenida ante la fastuosidad
del ser espiritual que la pretende.
El techo se acerca y amenaza
con su cascarón operático,
de piano destripado.
El sillón es un nido de sangre y huesos.